domingo, 20 de febrero de 2011

El hijo único y la lucha contra sus demonios

Por: Luis Enrique Martínez


No se me va a olvidar esa enseñanza del hijo único que jamás tuvo en sus primeros años a alguien a su nivel que le diera un golpe para hacerlo darse cuenta de que no era el niño perfecto que mamá le hacía creer, y resultó que cuando pasó el tiempo, creció creyendo que lo era, o al menos que sí se acercaba a la perfección...

Conforme siguió pasando el tiempo y continuó con aquellos pensamientos -que derivaron en lo que de manera democrática, en un concepto negligente se podrían calificar como- soberbios, comenzaron a venir los golpes, y cada vez fueron más y más fuertes, hasta que entendió que su pensamiento acerca de su supuesta perfección era subjetivo, producto de su falta de autoconocimiento. Pero además concibió que la realidad no se crea a partir únicamente del autoconcepto, o que la realidad no es únicamente lo que él pensaba, sino que habría un horizonte mucho más extenso por detrás de los cerros en los que se cimentaba su casa.

En el camino que el hijo único tuvo que emprender cuando comenzó a salir del complaciente núcleo familiar, cuando comenzó a tener contacto social, y por lo tanto, cuando sus problemas comenzaron a surgir, tuvo que fabricar escudos para esconder la cada vez mayor inseguridad que tenía, incluso para lograr convencerse a sí mismo de que realmente era la persona que él pensaba ser, pues si no lo hacía, rápidamente se haría la dolorosa pregunta, ¿entonces quién soy yo?, para la cual ya existía una respuesta: “yo soy el que soy”, a exagerada manera de comparación con el todopoderoso, pues a fin de cuentas “yo soy perfecto, me lo dijo mi madre”.

Ciertamente no todo en su vida fueron fracasos, de hecho su propia personalidad hacía que al exterior tuviera diversos éxitos, podía sobresalir en cosas en las que pocos podían hacerlo, se iba convirtiendo en un modelo a seguir para los de menos edad que él, comenzaba a convertirse en un líder que lograba que otros más siguieran sus pasos, y más adelante, logró incluso obtener el respeto de algunas personas mayores a él.

Pero lamentablemente, toda esta construcción que el hijo único había creado, estaba cimentada en egos y orgullos vanos, que en el momento en que aparecía cualquier persona que lograra doblar su seguridad, se hacían tan fuertes cual columnas que sostienen a una enorme estructura, pero como sucede de manera natural, con el paso del tiempo, en cualquier instante tenían la posibilidad de debilitarse y, sin darse cuenta derribar todo lo que dichas columnas sostenían. Solo se necesitaba tiempo para que el hijo único pensara si era correcto mantener de esa forma aquellas columnas, o si las tenía que modificar de manera esencial…

Otro escudo más que desarrolló, fue el discurso construido a raíz de una personalidad victimista, lo cual lo incapacitó para hacer ejercicios objetivos de autocrítica. De manera que cualquiera que hiciera un señalamiento hacia su persona, -por más leve que fuera o incluso cariñoso, pero que no coincidiera con su autoconcepto-, sería automáticamente señalado como juez e inmediatamente desacreditaría sus argumentos acusándolo de un sinnúmero de adjetivos negativos, pero que de ninguna manera el hijo único refutaría con argumentos coherentes.

En ese camino, con ese discurso, y esos vacíos de conocimiento sobre su propia persona, y con la inseguridad de sentirse atacado por los demás, las frases preferidas del hijo único eran:

“Yo no me considero acreditado para emitir opiniones acerca de su vida y, asimismo no creo que usted pueda hacerlo con respecto a la mía, por lo que exijo me rinda el respeto que merezco”, o también la frase de “soy humano y tengo derecho a cometer errores, ¿acaso usted no los comete?”, y el cuestionamiento tan innovador de “a mí me parece que usted la está pasando mal, y por eso en su malhumor quiere que yo también la pase como usted. Es injusto que quiera desquitarse conmigo”.

Cuando en algún momento el hijo único llegaba al punto en que se quedaba sin excusas para su discurso, declaraba imposible dialogar con tales personas, nuevamente les asignaba calificativos, y concluía el diálogo tratando de legitimar ante los demás y ante sí mismo su abandono a éste, denunciando que él no podía discutir con personas que no tuvieran la voluntad de aceptar que sus argumentos podían ser mejores que los que ellos proporcionaban y que simplemente con necios no se podía discutir.

Algunas más de sus características eran la mala administración de su tiempo y recursos, así como un problema grave para planear o, cuando lograba hacerlo, ejecutar sus planes. Lo anterior no era un problema, de hecho podía ser una ventaja a su favor, pues en su afán de hacer todo bien, comenzaba a lograr identificar sus deficiencias.

El verdadero problema surgía siempre que hacía una pausa en esos pensamientos de identificación del problema y, automáticamente bajo su lógica de que todo lo que él hacía era correcto, sus problemas desaparecían. Incluso dejar de lado sus proyectos podía ser para él algo positivo, pues deducía que él sabría cómo abrirse muchas más puertas. Lo que al parecer no lograba comprender, era que entre más justificaciones encontrara para sus fallas, más y mayores serían éstas cada vez.

En la vida pueden existir montañas que parecen infranqueables, pero cuando el ser humano tiene la plena capacidad y voluntad para esforzarse en lograr el reconocimiento de sus propias limitantes, sumadas a la creatividad, a la responsabilidad, a la constancia, el trabajo duro y el aprendizaje que en ocasiones solo se puede adquirir de los demás, éste magnífico ser, creado a imagen y semejanza de Dios, puede ser lo suficientemente inteligente para crear herramientas que puedan derribar dicha montaña, y cuando una pala y una carretilla no son suficientes, entonces tal es la inteligencia del ser humano, que crea dinamita, pero para lograr crear al explosivo, se requiere tener la plena conciencia de que con las propias manos, una pala y una carretilla, es imposible derribarlo, pues el hombre creó a la dinamita a partir de darse cuenta de que sus habilidades, e incluso muchas de sus herramientas, en algún momento siempre encontraban un límite. La verdadera virtud del ser humano es conocer cuáles son sus límites, de dónde provienen y qué alternativas tiene a ellos.

EN BREVE:

Preferible es para el mediocre ser alabado por quienes padecen de ignorancia, a aceptar la invitación que otro -posiblemente también mediocre- le hace para abandonar su propia mediocridad.